
La Reserva Federal situó ayer el precio del dinero en el 2,5% en su estrategia para endurecer las condiciones monetarias en Estados Unidos y luchar contra la inflación.
El objetivo es bajarla al 2%, el mismo que tiene el BCE, y para eso Powell ha insistido en su convicción de que es necesario que la economía se dirija a un periodo de bajo crecimiento y el mercado laboral pierda fuerza.
Los bancos centrales a ambos lados del Atlántico se plantean una disyuntiva: crecimiento o inflación. Y la decisión parece clara.
Las subidas de los tipos pueden acabar siendo útiles para estabilizar los precios pero también tienen una cara negativa, y es que acaban por frenar el crecimiento de la economía. Se encarecen los préstamos que se conceden a las entidades de crédito comerciales y se retribuyen mejor sus depósitos.
Esto acaba provocando que la banca tradicional haga lo mismo y cobre más por prestar a sus clientes, lo que encarece las hipotecas y otros préstamos y desincentiva a otros a que tomen prestado.
También incentiva el ahorro (los depósitos empiezan a ser más rentables), pero frena la inversión (las empresas se piensan más pedir prestado). Con el tiempo, este efecto recorre de arriba abajo la economía: el consumo se frena, caen los beneficios de las empresas y como la demanda se enfría, bajan los precios.
Nos han dado una medicina amarga para evitar un mal mayor en el futuro.
La avalancha será inevitable y se llevará a muchos por delante.